Conversaciones con Miss Liberty

FIRMANDO EN LA FERIA DEL LIBRO DE MADRID 2014

Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Esta vez solamente os anuncio que estaré firmando ejemplares de mis criaturas en la Feria del Libro de Madrid 2014. El jueves 5 en la caseta 196 de Comelibros a partir de las 18.30 firmaré La lógica de los delfines, acompañada por la exposición Salvajes que muestra fotografías, entre otros animales en su hábitat, de delfines, ballenas y otros cetáceos. Como decía en las redes, ¡el mar se ha colado en el centro de Madrid!

 

Y el día 13 de 17.00-19.00 estaré en la caseta 74 de la librería Venir a cuento con Cuentos al horno.

 

La experiencia promete ser, cuanto menos, refrescante y enriquecedora.

 

¡Os espero!

Shine while you wait

Cada vez que iba a coger el metro en la 168st, pasaba por delante de este cartel. Shine while you wait, brilla mientras esperas, rezaba el luminoso. Se refería, siempre lo di por supuesto, al abrillantado de zapatos mientras se esperaba la reparación del otro par.

 

Antes de ir a Nueva York hice un tramo de Camino de Santiago. En mi penúltimo día de marcha, el previo a llegar a Finisterre, conocí a Adrián. Y de entre las muchas cosas que hablamos una no se me olvidará. Teníamos la meta enfrente. Estábamos a punto de tocarla. Llovía torrencialmente. Yo me había despertado esa mañana angustiada, ¿qué me encontraría al llegar? ¿Qué sentiría? ¿De cuántas capas de mí misma habría de deshacerme para dejarme quebrantar por el momento de la llegada? En aquella charla Adrián me dio, quizá sin saberlo, algunas sabias claves que lograron calmarme. Y en lugar de seguirme preguntando por lo que sucedería después, pude hacer aquel último tramo plenamente atenta a nuestra conversación, al camino, a cada paso que daba y a la lluvia que me caló durante siete horas. Cuando ya llegábamos preguntamos a unas mujeres por el camino de retorno al pueblo -decidimos hacer parte del tramo por la playa, neblinosa y encharcada, ya totalmente rendidos al agua. Y una vez nos lo dijeron, Adrián soltó, como si fuera una frase que se dice entre el «¿Qué cenamos hoy?» y «Tengo los pies reventados.»

 

                                                                «Todo lo que tenía que pasar ya está pasando.»

 

Eso dijo, Adrián.


Todo lo que tenía que pasar, ya está pasando. En ese trecho de camino encontré que estaba feliz, y algo dentro de mi supo que, probablemente, el día de mi llegada a Finisterre no superaría a éste.

 

El dia siguiente llegó, y regresé al hábito de esperar algo especial -no es tan fácil reconocerlo, cuando lo especial de verdad sucede. Pero no fue así. Vi Fisterra, lleno de niebla, tal como lo había imaginado. Vi los restos de ropas que otros dejaron. Vi, con ojos internos, Nueva York desde allí -y después sabría que si trazas una línea recta por el Atlántico un punto y otro están justo, justito enfrente. Estuve el resto del día como persiguiendo algo. Hasta que, entrada ya la noche y de regreso al albergue, me decidí a comprender de nuevo lo que ya había comprendido el día anterior. Me di cuenta de que estaba muy feliz por ese entendimiento. De que ya estaba muy feliz.

 

Ahora estoy al otro lado del Atlántico. Hay quienes esperan toda clase de resultados tangibles de mi viaje. Pero yo cada día paso por delante de este cartel para coger el metro a la altura de la 168st. Cada día hago el ejercicio de ser nueva, de quedarme en blanco. Cada día dejo que la ciudad me sorprenda sin esperar de ella más -ni menos- que lo que desee ofrecerme. Cada día la conozco un poco, a su gente que te pregunta si realmente, realmente te lo estás pasando bien. Sus esquinas de ladrillo, su arte palpable hasta en el más ínfimo escaparate, sus bolsas de basura amontonadas en la calle, sus parques abriéndole pulmones a la ciudad, la ligereza que respiro en el aire, lo poderosamente positivo que todo parece. Y así, sin darme cuenta, es como me voy enamorando de lo que me rodea. Y así pasan los días y yo brillo mientras espero porque sé que no estoy esperando a mañana para ser feliz.

Primeros pasos

«Saltáis, os apoyáis en el suelo con una sola pierna y jugáis con vuestro pie libre en el aire», nos dice Ugne. Nosotros, que ya nos hemos descalzado, estamos en esta sala cálidamente iluminada desafiando a la vez la fuerza de la gravedad, las rutas acostumbradas de nuestros ejes corporales y nuestros pensamientos, esos que nos susurran: «Puedo hacerlo» o, por el contrario: «Voy a caer.» Es un juego. Se trata de jugar con nuestras piernas a explorar el espacio que nos rodea. A alcanzar con el dedo gordo la altura de los ojos, y después a estirarla hacia atrás emulando a Jennifer Grey en Dirty Dancing -¿quién no quiso probar alguna vez a hacer ese salto espectacular por los aires? Porque hay algo muy evidente que a veces se nos olvida, y es que tenemos un cuerpo. Le hemos trazado a sus infinitas posibilidades de movimiento unas rutas cotidianas tan rígidas y prestablecidas que estar en esta clase es lo más parecido que conozco a regresar a la infancia. A tener un cuerpo recién estrenado que reconocer y explorar. A recordar todos sus minúsculos recovecos. Sin embargo en la infancia no hay conciencia del peligro. Cuando exploras como un niño, con mentalidad de niño, no importa si te caes y te haces daño. No existe tampoco el peligro psicológico -no importa si lo haces bien o mal, no existe juicio, solo movimiento. Por eso me gustan las clases con Ugne. En ellas tampoco existe juicio. Solo movimiento. Sin embargo, dentro del juego se esconde un desafío. Hoy mi desafío es que tengo que mantener el equilibrio a toda costa. No quiero caerme más, no quiero caerme otra vez. A medida que evoluciono es lo que creo que ocurrirá de manera natural, que llegará un día en que no voy a volver a caerme. Entonces aparece Ugne y dice: «Sostenlo, y cuando de verdad no puedas más, cae... y deja al cuerpo que fluya en el suelo, que la caída te lleve. Aprovecha tu cansancio, porque de ahí surge otra cualidad, otra clase de movimiento que no sale de otro modo. Muévete con lo que tienes en este momento, no con lo que proyectas que más adelante habrá.» Y por fin, cuando la escucho, cuando verbalizo mi resistencia: «¡Es que no quiero caerme más!» es justo cuando comprendo que, quiera yo o no quiera, de todos modos ocurrirá. Me dejo caer. Y mi cuerpo continúa moviéndose en el suelo, y es por fin fluido, por fin verdadero en su expresión. Es sorprendente ver cómo al borde, al límite de su resistencia física, el cuerpo puede continuar haciéndolo, lo de bailar. Es relajante descubrir esa otra cualidad más auténtica. Algo se libera, otra tarde más, danzando.

 

Muchas veces me he preguntado el motivo por el que, en Nueva York, estaba contenta de manera casi permanente. Y se que uno de los componentes fundamentales de mi alegría fue la música. Iba acompañada de banda sonora casi en cualquier momento. Cantantes, saxofonistas, bailarines... pero no solo artistas, sino espontáneos que, habitualmente en el metro, se arrancaban a cantar así porque sí, sin más. Con unas voces que rompian de potencia -y con ellas, de inmediato y sin remedio, tocaban algo en tu interior. Lo mejor, sin lugar a dudas, era cuando la gente bailaba. Bailaban en cualquier lugar. En el metro esperando al C, o al A. Solían utilizar las estructuras metálicas de los vagones como barras de pole dancing casi a diario. En la calle. Ante un semáforo en rojo, bailaban. Dios mío, ¡cuánta alegría sin motivo! Era imposible quedar indiferente ante tanta explosión expresiva y algo de esa energía quedaba en tí de manera contagiosa.

 

Ugne dice: «Sois pájaros. Ahora estáis volando. Podéis utilizar todo el espacio, toda la sala como queráis. VOLAD.» Es una propuesta bella y generosa, como en realidad lo es la vida. Utiliza todo el espacio, nadie, en realidad nadie te impide que lo hagas. No en este aula cálidamente iluminada. Pero yo entro pensando -tengo todas aquellas cosas por solucionar- y no puedo volar, no del todo. Los pensamientos se han comido la mitad del espacio de esta sala, y solo estoy utilizando la otra mitad. La otra mitad del espacio, la otra mitad de mi cuerpo, estoy volando a medias.

 

Un día, esperando el autobús, pienso en cómo empezaría allí, en la ciudad entre ciudades, a bailar la gente por la calle. Pienso que alguien tuvo que ser el primero en hacerlo, un día cualquiera, así, sin un motivo. Quizá tardaron mucho en seguirle los demás, pero sin duda, alguien hubo de dar el primer paso. ¡Sería tan bueno que todo el mundo bailase cada vez que le diera la gana...! Sé claramente que cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa que nos pase, se ve distinta después de mover un poco el cuerpo. Entonces, comienzo a dar algunos pasitos. Luego me aventuro a utilizar la acera completa, desde la marquesina del autobús hasta la puerta del teatro Compac. Y resulta que no tarda en suceder. No es como ese experimento de los monos que aprenden a utilizar herramientas porque lo hacen sus congéneres de las antípodas. No. Es inmediato y sucede ante mis ojos. Un chico moreno, con barba, al verme se anima. Baila, él también, siguiendo el pequeño rastro de mis huellas invisibles y utilizando, después, nuevos recovecos de la ciudad que a mi no se me ocurrieron. Resulta que era así de fácil...

 

«Soltáis el vuelo. Lo soltáis en cinco... cuatro...» ¿Y esto? Pero entonces, ¿no tenía todo el tiempo del mundo para volar? ¡Se me termina y he estado pensando! ¡No lo he dado todo en mi vuelo! ¡No me entregué a él! Y Ugne está siendo implacable en su cuenta atrás. Pero aún puedo, aún puedo, «... tres... dos ...». Sólo cuando sé que está a punto de terminar me dejo de tonterías, me abandono a esta pura sensación, a la sala completa, a mi cuerpo pleno y presente por fin haciendo lo que quiere. Qué libertad. Aún puedo. Aún puedo volar.

 

 

 

(Ugne da clases los miércoles a las 19.30

en Espacio en Blanco

C/Mira el Sol 7

http://www.dievaityte.weebly.com/  )

Libre te quiero. Feliz dia de la Mujer

Me gusta el metro. No sé por qué, siempre me ha gustado. Aunque desde que estuve en el de Nueva York echo -mucho- de menos eso de que la gente, cuando debido al traqueteo del tren o a las prisas choca accidentalmente contigo, te diga sorry. No es tan difícil decir sorry. Eh, choqué contigo, pero fue un accidente, lo siento. No, no es tan difícil. Y sin embargo aquí nadie lo dice. Acumulamos microgolpes cotidianos sin decir nada. Así resulta que luego el país está enfadado, y a lo mejor resulta que no era culpa de todo lo que sale por las noticias, sino de los microgolpes. De que quizá nos haríamos la vida más sencilla unos a otros si todos aprendiéramos a decir sorry cuandos chocamos sin querer.

Sin embargo, a pesar de este detalle, me sigue gustando el metro, no lo puedo remediar. Una de las cosas que sí tienen en común el metro de Madrid y el de Nueva York es lo que allí se conoce como Poetry in motion, y aquí se llama Libros a la calle. Eso de que uno pueda leer algo cuando se ha olvidado de echar un libro al bolso me parece todo un detalle. A veces dudo si es una medida que ha creado alguien muy inteligente para evitar esos vistazos que de soslayo lanzamos a los periódicos y libros vecinos. Hace unos días, posando mi mirada en la pared del vagón, me encontré a esta enorme mujer etérea que flota sobre un bosque frondoso y un campo florido. Se la ve muy tranquila, y en paz, y con una clase de sereno amor y bondad hacia todo aquello que mira. Sin embargo, muestra también una cierta curiosidad lejana. Nada de lo que vea allí abajo parece poder perturbarla en absoluto. Ni siquiera el reloj de pulsera que lleva en la muñeca -creo que lo ha vencido, al tiempo. «Libre te quiero», se titula el poema escogido para acompañar este tramo de mi viaje.


Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.
Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera.
Pero no mía.
Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena.
Pero no mía.
Alta te quiero,
como chopo que en el cielo
se despereza.
Pero no mía.
Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra.
Pero no mía.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

Agustín García Calvo

 

Es, sencillamente, precioso. Entonces, lo que no sé es por qué verla flotando allí arriba me inquieta tanto.

 

Cuando estaba en Nueva York a veces iba a hablar con Miss Liberty. Y ahora que leo este poema con este título no puedo evitar acordarme de ella. Ey, Miss Liberty, dime una cosa, ¿Por qué no me siento libre? Y ella, con ese buen humor que la caracteriza, responde así: «Porque en lo más profundo de tu ser, del de todos, os acojona serlo...»

 

Tiene razón, Miss Liberty, como siempre. Aunque probablemente nos acojone porque no tenemos, en el fondo, ni idea de qué va eso de ser libres. No sé muy bien qué es lo que nos imaginamos al respecto. Y cuando uno no sabe de qué va algo es como dar un salto al vacío. Por eso acojona. Pero si tanta gente habla de ella, es que debe de existir. Y si esta mujer que flota sobre los bosques y que ha vencido a su reloj de pulsera tiene esa cara de estar tan tranquila, bueno, entonces debe de ser algo mejor, mucho mejor de lo que hayamos podido llegar a imaginar. Sigo, en el vagón de metro, viajando hacia ella, viajando cada día haca la libertad. Como si realmente hubiese distancia entre nosotras, cuando está enfrente de mi, resumida en ese poema, mostrándome su secreto.

 

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